Las manos- Enrique Anderson Imbert
En
la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes,
el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya
venía por el jardín.
Nos
callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un
instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de
Céspedes.
Saludó
con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que
levantaba dos manos erizadas de espinas.
Trazó
un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente.
Días
más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a
interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al
tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del
fuego.
Otro
día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas-
se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue.
Céspedes
era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.
Pasó
una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde
estaba. En su casa no había dormido.
En
las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró
tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos.
Se las habían arrancado de un tirón.
Se
averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin
alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto
de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió
de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel
creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera
una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus
propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él,
de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó
la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su
reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas
celestes.
¡Vaya
a saber!
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