Una rosa para Emilia - William Faulkner
Cuando
murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a
su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante
un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de
un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que
nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo
sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La
casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca
en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones
en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de
la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto
invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían
llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del
vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia,
levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de
algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás
cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había
ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres
que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y
anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en
la batalla de Jefferson.
Mientras
vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición,
un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa
del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que
ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin
delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado
cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y
no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad.
Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de
la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la
ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo
un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris
hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una
mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta
historia.
Cuando
la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a
ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas
dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por
correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta.
Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para
un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió
a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para
que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una
nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita
con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de
su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más
comentarios.
Convocaron,
entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación
para que fuera a visitarla.
Allá
fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había
traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de
pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el
viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera
que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí
a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba
tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una
ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron,
se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba
en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la
ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de
la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos
se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer
pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al
cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el
cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo
que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era
obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado
sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las
abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de
carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus
miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo
de su visita.
No
los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente,
hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír
entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
cinturón.
Su
voz fue seca y fría.
-Yo
no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió.
Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su
satisfacción.
-De
allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido
usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí,
recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se
considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero
en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante.
Nosotros debemos…
-Vea
al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero,
señorita Emilia…
-Vea
al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi
diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó
llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así
pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a
visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los
padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto
ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después
de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la
hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir
a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de
vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a
visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en
aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que
entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como
si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina
limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando
empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de
relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y
poderoso de los Grierson.
Una
vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde
y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y
qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué
quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie.
¿Es que no hay una ley?
-No
creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro
ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré
acerca de ello.
Al
día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un
hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos
que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar
a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por
la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban
canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven
generación, al que hablaron del asunto.
-Es
muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que
limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si
no lo hace…
-Por
favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la
señorita Emilia de que huele mal?
Al
día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres
cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se
deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando
los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un
acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y
sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la
puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y
emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al
llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia,
rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y
llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle.
Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así
fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella.
Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había
acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en
más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos
era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos
acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al
fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco;
en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en
la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión.
Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no
sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta
experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de
la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia
ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando
murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad
la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían
compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y
empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer
los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de
menos.
Al
día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la
casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es
costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena
en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no
estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola
los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de
que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya
estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita
Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al
padre.
No
decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más
remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre
había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna
fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que
agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La
señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a
ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven
que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que
figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la
vez trágica y serena…
Por
entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para
pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su
padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con
negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz,
Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con
gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la
ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de
los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer
el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la
ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a
carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer
Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a
verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo,
paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos
bayos de alquiler…
Al
principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia
tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían:
“Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del
Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los
más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera,
podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse
oblige -claro
que sin decir noblesse
oblige–
y exclamaban:
“¡Pobre
Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la
señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía
muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de
la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se
había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera
habían venido al funeral.
Pero
lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”,
ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?”
“¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de
ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por
la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la
entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de
los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras
exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre
Emilia!”
Por
lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta,
aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara
humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el
reconocimiento de su dignidad como última representante de los
Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno
para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo
se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas;
esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir:
“¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a
visitarla.
-Necesito
un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años
y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual,
con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne
parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los
ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una
farola.
-Necesito
un veneno -dijo.
-¿Cuál
quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…
-Quiero
el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El
droguero le enumeró varios.
-Pueden
matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero
arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que
si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?
-Quiero
arsénico.
El
droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de
arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí,
claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena
que hay que decir para qué se va a emplear.
La
señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza
levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste
desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El
muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la
trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el
paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos
huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al
día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?”
y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a
verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más
tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante,
había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se
casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás
de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron
con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y
el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos….
Fue
entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía
una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los
hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las
damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia
pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca
se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el
clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El
domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de
nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro
escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama….
De
este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a
observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y
empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita
Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego
de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días
más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo
de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos:
“Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos
alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita
Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la
señorita Emilia había sido….
Así
pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo.
Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido
una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus
asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera
verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera
intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a
desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se
fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer
Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un
oscuro atardecer….
Y
ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos
de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y
entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada
principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la
ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la
cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles.
Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella
condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer
durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para
morir con él….
Cuando
vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello
empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando,
hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años,
tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso
como el de un hombre joven….
Todos
estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por
espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los
cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en
una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y
nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a
la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la
colecta.
Entretanto,
se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando
la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las
discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y
ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a
que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas
imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de
la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la
ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se
negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números
metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír
hablar de ello.
Día
tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado,
cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre,
le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución,
que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin
abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso
bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante
al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose
cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este
modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada,
inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y
así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y
sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón.
Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que
habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues
su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió
en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con
cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla,
empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El
negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que
llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando
en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta
trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita
Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita
Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de
su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas
sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos
de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de
confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea
suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella,
confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen
hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino
que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace
variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de
los últimos diez años.
Sabíamos
ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie
había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que
ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita
Emilia descansara en su tumba.
Al
echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad
de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada
y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como
una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un
marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas,
situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los
objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se
distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos
objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran
acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían
con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En
una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie
de la silla, los calcetines y los zapatos.
El
hombre yacía en la cama..
Por
un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la
actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el
amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que
quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de
dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que
yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se
extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces
nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos
levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante,
mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo
seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
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